La palabra: ese cuerpo hacia todo.
La palabra: esos ojos abiertos.
(Roberto Juarroz)
Cerca del barrio donde vivo hay un santuario del Gauchito Gil. Es oscuro, a pesar de las velas encendidas. Desde la calle, se puede ver la figura del santo. Algunos días, se ven también manos sobre sus pies, como si así, tocando, el rezo ganara fuerza. Le dejan rosarios, flores de plástico y muchos trapitos rojos, a modo de ofrenda. También papeles escritos a mano que piden trabajo y sanación, la cura de vaya a saber cuántos males. Así, la fe.
Todo ese rojo agazapado ahí, en lo oscuro, me hace pensar en la sangre. En ríos furiosos y subterráneos subiendo y bajando por los kilómetros que son las venas. Así, la vida.
Dice un poema de Jacqueline Goldberg:
“Piel adentro
todo es puerta”
*
¿Qué es un cuerpo?
Un mecanismo perfecto que un día cualquiera puede volverse frágil. Esa podría ser una definición. Un instrumento poderoso que a menudo damos por sentado, podría ser otra.
Desde que volví a hacer aparatos en el gimnasio, me duelen músculos que había olvidado que tenía. ¿Me pasan factura por haberlos despertado? ¿Intentan disuadirme para que no siga? Soy de las que insisten, les digo murmurando. Y bajo las escaleras como si en lugar de caminar estuviera pisando huevos.
Durante un viaje en auto, hijo mayor me enseña el nombre de los músculos. Al segundo me los olvido. Tampoco logro retener el nombre de ninguna de las máquinas del gimnasio. “Me la ponés difícil, ma, prestá atención”. Y presto, pero igual no retengo.
Cuando el profesor me da las indicaciones, señalo con el dedo hasta dar con el aparato correcto. Todavía no tenemos la suficiente confianza como para que me frunza el ceño y me diga, él también: prestá atención.
¿De cuántas partes de este cuerpo que me lleva y me trae desde hace tantos años no sé el nombre? ¿Es importante saberlo? Supongo que creo que no. De lo contrario, habría aprendido.
Los sagrados mandamientos de la mediana edad: Caminar, alimentarse en forma saludable, entrenar para no perder la masa muscular. Hago los deberes para llegar bien a la vejez. Igual tampoco es garantía.
Una pregunta que no viene al caso: ¿De los años que llevo viviendo, pasé más tiempo dentro de la cabeza o del cuerpo? Me arriesgaría a decir que en los ojos.
Miré con detenimiento abejas, eucaliptus y chimangos mucho antes de saber quién era Emily Dickinson y de entender que la poesía, más que pirueta del lenguaje, es una forma gozosa de mirar el mundo. Aún así, digo que a la poesía llegué de grande. (¿A cuál?)
Las primeras lecciones de ritmo y métrica me las enseñó mi abuela rezando el rosario. Si me descubría en las inmediaciones a las siete de la tarde, me sentaba en el sillón del living a repetir avemarías. El rosario y el papelito de los misterios lo tenía ella. Marcaba el ritmo del rezo y también el tono. Un canto suave y constante, un poco a media voz, que cambiaba levemente cuando llegaba el gloria.
Supe rezar antes de aprender a escribir mi nombre. Y de saber que había palabras como lluvia o gramilla que se escriben con “ll", pero se pronuncian con “ye”. Lo escrito suena distinto en la boca, igual que las oraciones. Entre la letanía y el júbilo –además del aleluya–, hay un cambio de ritmo y una disposición cantarina en la voz. Hay bendiciones que son hermosas, aunque no te ahorren dolor ni tampoco naufragios. Y otras que, Dios mío, parecen escritas por el enemigo.
*
La primera vez que el cuerpo me falló de verdad, estaba lejos de casa. Edifiqué mi confianza sosteniendo una estampita de la Virgen a la que le rezaba creyendo.
El misterio de la fe. Y el de la poesía. A lo intangible del lenguaje se le llama milagro sólo si toca el cuerpo y lo transforma de algún modo. Me pregunto de qué maneras habrá obrado la poesía en mí. A los efectos de la fe los tengo más visitados.
De aquellos días internada en el hospital, mamá dijo que tuve un sueño. Y que en el sueño, vi. Cuando sané y volvimos a casa ¿era o ya no la misma de antes? Lo sabría si no hubiera quemado mis diarios. A veces me parece que escribo para buscar algo que no voy a encontrar nunca.
*
Al sueño y la revelación con “v” le siguió la otra, la que se escribe con “b”. Pensaba que crecer significaba un poco eso: deshacerme de las verdades heredadas (como si fuera fácil). Encender la vela en un altar menos santo que el de mis progenitores.
Cuando me fui, escondí la estampita, pero la tuve cerca. También me llevé una clara conciencia de que el cuerpo aguanta pero también es frágil. Y aunque estrené placeres nuevos y lucí mis piernas bajo las luces de la capital, la cabeza me pareció un lugar mucho más seguro. No siempre tuve razón.
Porque leí desde chica, supe que la fantasía y la imaginación son grandes amplificadores de cualquier experiencia. No importa tanto haber vivido algo como convencerse de que sí y montarse en la fábula con convicción y esmero. Me creí mucho más temeraria de lo que fui. Y por más que dije otras cosas, al final sólo quería el amor y los hijos. Recién ahí hubo rock and roll de verdad.
Escribe María Negroni:
“Sutil condena el deseo:
pierde lo que busca y, al perder,
encuentra”.
El cuerpo se fue transformando de formas inesperadas. En los embarazos acumulé kilos, estrías y oxitocina. Cada hijo nuevo me mostró que la maternidad exige cambio y creatividad, humildad y coraje. También una dosis abundante de resistencia al sueño liviano e interrumpido.
Cuando pensé que ya sabía, me di cuenta de que no. Los hijos crecen y hay que crecer con ellos. Criar a un niño no se parece en nada a criar a un adolescente. Llegaron otras conversaciones y tuve que renovar el inventario de estrategias. Tocó aceptar que voy dejando de ser el centro de su mundo (¿Lo fui alguna vez?). Ser madre también es hacer ese duelo.
Disculpen el lugar común, pero: ¿En qué momento pasé de ser un cuerpo turgente al que se prendían como koalas a convertirme en esta suerte de satélite al que solo buscan cuando tienen hambre o necesitan plata. “Me transferís, ma. ¿Falta mucho para comer?” ¿Dónde se aprende a estar en la órbita, pero no demasiado cerca para que no se sientan invadidos? ¿En dónde pongo esta curiosidad y este querer saber, si cada vez puedo preguntar menos?
Cuando siento que no doy más y me enojo, recuerdo mi propia adolescencia y me vuelvo más comprensiva. Yo tampoco quería que me preguntaran. Nada de lo que te parece grave ahora, te parecía grave entonces, me digo. No te asustes tanto.
¿De quién son estos cuerpos que se estiran con desmesura y adoptan poses nuevas? Me embeleso mirándolos y escuchándolos hablar. La forma en que se acomodan el pelo cuando pasan frente a un espejo, me produce el mismo asombro que sus ideas y sus reflexiones. Cuando pienso que los conozco dicen algo inesperado y me lleno de asombro. ¿Quiénes son en verdad? ¿En quiénes se están convirtiendo?
Aunque muchas veces pierda la paciencia, me resulta un privilegio estar ahí y ver cómo se transforman. El modo en que eligen la ropa y esculpen, a fuerza de prueba y error, su propio estilo. El garbo con el que caminan, sus pestañas largas, las espaldas más anchas. Todo el repertorio de palabras y expresiones nuevas que estrenan para pronunciar el mundo.
Hacerme grande también es asistir a esta fiesta. Miro árboles, pájaros, miro a mis hijos. La contemplación es un regalo que nunca agradecí apropiadamente. De la sabiduría que esperaba con la edad, quizás la mejor lección sea esta: todavía quedan preguntas nuevas. Como dice ese verso de Juarroz: “Vivir comienza siempre ahora”.
Escribo porque olvido. También porque escribir es rezar de otra manera. Mi fe en la poesía sigue intacta.
**
✨ RECOMENDACIONES ✨
Podrías hacer de esto algo bonito, Maggie Smith (Libros del Asteroide)
Una de las cosas que más me gustan de este libro es su formato. A partir de fragmentos cortos, y con un tono que muchas veces se parece al de una conversación, Smith narra el final de su matrimonio y el comienzo de otra forma de vida. En el medio, reflexiona sobre el amor, la maternidad, el duelo y la reconstrucción personal. Cada escena, breve y precisa, ilumina una emoción. No hay respuestas, pero sí preguntas honestas y belleza en medio del caos.
¿Qué habría sido de mí sin leer? Martín Caparrós (Anfibia)
La revista Anfibia publicó un fragmento de Antes que nada, el último libro de Martín Caparrós. Un pasaje hermoso en donde Caparrós celebra el lugar que tuvo –y tiene– la lectura en su vida. A partir de sus primeros recuerdos, leer carteles en el Citroën familiar, construye una historia que traza la forma en que la lectura lo designó como persona. Sus reflexiones conjugan infancia, curiosidad y escritura en una confesión cálida y contundente: sin leer, no sería quien es. Un reconocimiento potente del poder transformador de los libros.
✨ TALLERES Y CLUB DE LECTURA ✨
La Cueva. Club de lectura (virtual)
Ya largamos con el segundo set de lecturas para julio y agosto. Estamos leyendo ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas, una novela bellísima de Loorrie Moore.
Lo pequeño indispensable. Escritura y vida cotidiana (virtual)
Se abre una vacante para agosto-septiembre. Si te interesa, escribime.
Referencias:
Roberto Juarroz, Sexta poesía vertical y Decimotercera poesía vertical.
Jacqueline Golberg, No hablen de huidas.
María Negroni, El Cartero llama dos veces. Las afueras del mundo (Interzona).
Las obra de collage que ilustran esta edición son de Vanessa Stevens.
De este lado del mundo comienzan las vacaciones de invierno y esta servidora –y su newsletter– se toma unas semanas de descanso. Rastrojo vuele en agosto, los viernes, como siempre. ¡Muy felices vacaciones para los que también hacen una pausa!
Ya traspasé (y vaya si lo hice) los límites de la mediana edad, pero me hiciste recordar cosas de aquella etapa...
Criar niños no es criar adolescentes... gran verdad!
Abrazo, Jaz... y merecido descanso
Me llego a la fibra más íntima de mi ser , como nos atraviesa la maternidad y como la adolescencia de nuestros hijos nos viene a cuestionar , a mover de esa zona de confort en que nos creiamos un poco dueños de un otro que en verdad siempre fue libre y a rememorar también quien fuimos alguna vez .