Esta suavidad también puede durar
Entrega 32: Pájaros con nombre de pez, contracturas musculares y epifanías domésticas.
Bienvenida, bienvenido, bienvenide a esta nueva entrega de Rastrojo. Hay pájaros eléctricos, ejercicios de RPG, sueños raros y algunas preguntas: ¿Se elige lo que se escribe? ¿Es posible una calma duradera?
La paz es un don que se conquista.
(Papa Francisco)
Lunes otra vez. Bajo las cortinas de esterilla para que el sol que entra por la ventana no me encandile. El fresno está casi todo amarillo. El liquidámbar, en cambio, es un degradé que va del rojo al verde.
Esta mañana, mientras estaba acostada en la colchoneta haciendo abdominales, vi un pajarito amarillo sobre la rama de un árbol al que ya no le quedaban hojas. El cielo estaba turquesa y despejado, y las plumas resaltaban sobre el gris de la corteza. Cuando llegué a casa y busqué por internet, supe que el pájaro era un doradito pampeano.
El doradito movía la cabeza hacia un lado y hacia el otro. Un pájaro eléctrico, pensé. Siempre me llaman la atención los movimientos rápidos de las aves, esa manera que tienen de girar la cabeza y volver a la posición inicial en milésimas de segundos. Me dije que tenía que anotarlo en el diario cuando volviera a casa. Eso, y la tibieza del sol sobre la cara.
La profesora se acercó y me hizo señas de que me tocaba cambiar de posición. Por mirar al doradito, no me di cuenta de que había que pasar a las sentadillas. Me hubiera quedado así, tirada sobre la colchoneta y mirando el cielo, toda la mañana.
Fabian Casas dice que para escribir hay que estar en estado de disponibilidad; de lo contrario, los poemas pasan por todas partes y no los vemos, no los podemos capturar.
Igual que los pájaros.
Preparo mate y abro el archivo de Rastrojo. Tiene 174 páginas. Ya hubiera escrito una novela. En cambio, tengo estas bitácoras cotidianas, una suerte de diario que es íntimo y público a la vez. Textos que se parecen un poco a un collage y a un árbol con muchas ramas.
¿Se elige lo que se escribe? A veces, creo que sí. Otras, la mayoría, me inclino a pensar que no, que se escribe lo que puede. Y lo que se puede no siempre es lo que se elige. Aunque al final sí. Parece un juego de palabras, pero no lo es.
Voy a tratar de aclarar el punto.
¿Quién no se enamoró de alguien sólo porque esa persona le prestaba atención? No estaba en el radar hasta que, de repente, sí. Todos tuvimos nuestros amores sufridos e inalcanzables, y también esos otros: más terrenales y menos idílicos.
Con la escritura me pasa algo parecido. En mi cabeza hay poemas, novelas y cuentos deslumbrantes que algún día me gustaría escribir. Y también están los otros, esos que ni siquiera miro porque no me doy cuenta de que están ahí. Hasta que presto atención. Textos modestos y posibles. Imperfectos. Cosidos al calor de las mañanas de sol y durante las tardes a la hora de la siesta. Con los retazos que tengo a mano.
¿Acaso esos textos son menos importantes que los otros? ¿Lo pedestre quita lo brillante?
Viví muchos años llena de exigencias, de ideas legítimas pero equivocadas sobre lo que consideraba algo digno de ser mostrado a los demás. Me empiezo a dar cuenta de que ya no quiero eso.
Prefiero las epifanías domésticas a las ideas grandilocuentes sobre las que fantaseaba escribir alguna vez. No es resignación, tampoco renuncia. Es saber darle valor a las cosas que ahora tengo ganas de hacer. Quizás, más adelante, sean otras.
Desde hace unos días, estoy con un tirón en el cuello que va y viene. No está siempre. Ni siquiera ahora que volvió es permanente. Depende de hacia dónde mueva el cuello, de cuánto lo encorve hacia adelante. Es como si hubiera un hilo que conectara mi columna vertebral, el cuello y la cabeza. En ciertas posiciones se tensa y aparece el dolor. Después se va.
Hace unos años hice varias sesiones de RPG a raíz de una contractura parecida. En la primera consulta, la médica que me atendió me pidió que me parara y me pusiera derecha. Después de hacer varias mediciones dijo que tenía una separación de ocho dedos entre la cabeza y la base del cuello. Cuando me lo dijo, se me apareció la imagen de alguna clase de primate. Pensé en ese dibujo de siluetas que muestra la evolución desde los primeros homínidos hasta el humano, y traté de ubicar en cuál de esas figuras estaría yo, con la cabeza pesada colgando hacia adelante.
La médica dijo que los ejercicios que íbamos a hacer a lo largo de las sesiones me ayudarían a alargar los músculos que tenía contraídos, y que eso iba a reducir la distancia No sé si fueron esas sus palabras. Seguramente usó términos más técnicos. Me habló de las posiciones en las probablemente estaba cuando manejaba o mientras estaba sentada. Ella hablaba y las imágenes que se me aparecían eran: un simio conduciendo un auto, un simio frente a la computadora, un simio leyendo.
Después, me pidió que me acostara en la camilla. Mientras me hacía masajes con extrema suavidad, me pregunté si tendrían alguna clase de resultado. Si esos movimientos tan lentos y delicados surtirían algún efecto. No había tirones ni dolores. También me dio ejercicios para practicar en casa.
El día de la última sesión, la distancia que separaba mi cabeza de la base del cuello se había reducido a la mitad. Los músculos, me explicó, se habían elongado. Con lo descreída que estaba yo al principio. Me acuerdo de caminar apurada por la calle Iberá —donde estaba el consultorio—, después de dar mil vueltas para encontrar dónde estacionar, y pensar: ¿tiene sentido todo esto?
Parece que sí. La suavidad también puede modificar posturas y curar dolores. ¿De dónde saqué esta idea tan arraigada en mí de que si no duele no sirve, de que si no tira el esfuerzo no es suficiente? Hablo del cuerpo y del ejercicio físico, pero también de la vida en general.
En esa última sesión, la médica me explicó que era fundamental que cuidara la postura y que continuara haciendo los ejercicios. De lo contrario, en un par de meses volvería a foja cero.
A los ejercicios los hice un par de veces. De corregir la postura, me acuerdo de tanto en tanto.
Simio, simio, simio. Así debo estar ahora.
Mientras escribo y siento el nudo, giro el cuello despacio. Hacia un lado y hacia el otro, como me explicó. Tengo que confiar en la suavidad. Cuando mi impaciencia me hace acelerar el movimiento, por dentro siento el clac, clac, clac de los músculos entumecidos.
En general, la contractura suele aparecer cuando estoy estresada por algo. Repaso mis últimos meses, pero no logro detectar qué la detona. Está siendo un buen año. Trabajo de lo que me gusta, por fin me animé a hacer cosas que hace tiempo tenía ganas, paso gran parte de mi día leyendo y escribiendo. ¿Qué cosa que no estoy viendo la origina?
Me acuerdo de este verso del poema de Viel Temperley:
“Voy hacia lo que menos conocí en mi vida; voy hacia mi cuerpo”.
Hace un par de días tuve un sueño rarísimo. Sí, ya sé: ¿Qué sueño no lo es? Pero este fue más extraño todavía. Estaba con mis tres hijos en un lugar al aire libre, grande, extenso. Podía ser un club deportivo. Había gente circulando. Había sol. Hija iba en el carrito, era otra vez chiquita –digamos un año, tal vez dos–. Los varones, en cambio, tenían la misma edad que ahora. Esa fue la primera cosa extraña. Y también que mi yo del sueño supiera que hija había sido más grande.
En determinado momento decidimos detenernos. Mi yo del sueño pensó que era buena idea darle un poco de espacio a hija, sacarla del carrito para que pudiera caminar y corretear un rato.
Y acá viene la parte más extraña. Cuando terminé de sacarla del cochecito, en una maniobra rápida que no supe cómo había sucedido, hija menor se me prendió al pecho. Yo hacía fuerza para intentar alejarla, estaba desconcertada. No entendía por qué hacía eso si ya no tomaba más teta. Aunque en ese momento era chiquita otra vez, antes había sido grande, ya se había destetado. Además, yo tampoco tenía más leche. Hacía años que no daba de mamar.
El forcejeo duró unos minutos. Las dos hacíamos fuerza. Era feo. Penoso. No sé qué sucedió después. Me desperté incómoda, como desajustada.
No quiero detenerme en interpretaciones, pero no dejo de pensar en 35/10, el poema de Sharon Olds:
“Mientras cepillo frente al espejo el pelo
sedoso de nuestra hija
veo los destellos grises del mío,
la sirvienta canosa detrás de ella. ¿Por qué será
que justo cuando empezamos a irnos
ellas empiezan a llegar, que el pliegue en mi cuello
se hace más visible cuando los bellos huesos de sus
caderas se afilan? Cuando mi piel muestra
sus cicatrices secas, ella se abre como una flor
húmeda y precisa en la punta de un cactus;
cuando mis últimas oportunidades de concebir un hijo
se sueltan de mi cuerpo, entre ellas las fallidas,
su pequeña cartera llena de huevos, redondos y
firmes como yemas, está a punto de
desabrocharse con un chasquido. A la hora de dormir,
cepillo su pelo enredado y fragante. Es una vieja
historia —la más vieja del mundo— la historia de la sustitución”.
Mientras preparo los materiales para Lo pequeño indispensable, un taller sobre escritura y vida cotidiana que estoy coordinando, releo una entrevista que le hicieron a Leila Sucari en la que dice que “la escritura es un modo de detener el tiempo, de poder permanecer en un gesto o una escena y hacer un paréntesis”.
Los hijos crecen, nosotras envejecemos. Todos los días sucede algo, cerca o lejos. Lo sepamos o no. Alguien nace, alguien muere, alguien ve el mar por primera vez, alguien se pierde en una ciudad que no conoce, alguien aprende a leer. No podemos detener el tiempo, pero sí podemos prestar atención. Evitar que lo importante se nos escape, iluminar el detalle y quedarnos ahí, aunque sea por un momento. Mirarlo de cerca.
La semana pasada iba en el auto, medio malhumorada, atrapada en un embotellamiento. Tenía mucho por hacer y estaba ahí, detenida, perdiendo un tiempo que sentía valioso. Bufé, protesté, dije un par de malas palabras.
Después me acordé de lo mucho que me gustan las cosas que estoy haciendo ahora: sentarme en la galería con los textos de quienes vienen al taller y leerlos con cuidado para ofrecer una devolución que les sirva, elegir poemas para compartir, buscar un cuento nuevo para el grupo de collage, escribir acá, escribir el libro de alguien más, tratando capturar su voz, hacer reuniones de Meet para planificar proyectos que me entusiasman. Todo eso es suave, disfrutable. Sin tironeos. Un embotellamiento no iba a cambiar nada.
El cuerpo guarda la memoria de otros tiempos. Más hostiles, menos calmos. A veces pienso que me pasa eso: sigo en alerta aunque ya no haya peligro. Tenso el cuerpo como si tuviera que defenderme de algo. No me relajo.
Para algunas personas, entre las que me incluyo, aprender a disfrutar es uno de los aprendizajes más difíciles. No hay por qué estar en alerta, me digo. No tiene por qué pasar nada que opaque todo lo bueno.
¿Cómo se hace para confiar en la calma? ¿Para creer que esta suavidad también puede durar?
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✨ RECOMENDACIONES ✨
Te hablaría del viento, Leila Sucari (Editorial Excursiones). Es un libro que avanza como lo hace el viento: con ráfagas suaves y otras que son como un torbellino. En estos relatos, que a veces se parecen a entradas de un diario íntimo, Leila escribe sobre los sucesos domésticos con libertad, imaginación y muchísima poesía. Construye una voz íntima que observa lo que casi nadie mira —una planta, un vestido floreado, los platos sucios sobre la mesa— y lo vuelve escritura. Fragmentos que no buscan decirlo todo, sino detener el tiempo apenas un segundo, lo suficiente como para mirar distinto.
El fin es el fin del sol, Marina Gersberg (Vinilo Editora). En este libro, que está recién salido del horno, Marina escribe desde el temblor, pero también desde la claridad que a veces deja el derrumbe. El cuerpo roto, la maternidad que no fue como se pensaba, una vida que se desarma para poder rearmarse. En medio de la tormenta, aparece la escritura: no como respuesta, sino como forma de respirar. Hay duelo, pero también una belleza que insiste. Este libro es muchas cosas a la vez: un diario, un testimonio, una nouvelle. Marina mira de frente al dolor y todo lo que no entiende con humildad y valentía. Escribe: “Estoy rompiendo diamantes en mi interior”. Y también: “Hay cosas que no se eligen pero traen freno y paciencia”. Un libro íntimo, crudo, luminoso y vital.
✨ TALLERES DE COLLAGE & LITERATURA✨
En mayo, el Taller de Collage & Literatura vuelve a Naesqui y también viaja a zona norte. Acá abajo están las coordenadas y los links para anotarse.
Taller en Naesqui (Villa Ortúzar): Info e inscripciones
Taller en Rama Negra (Gral. Pacheco): Info e inscripciones
Referencias:
Héctor Viel Temperley. Hospital Británico. Poesía completa (Ediciones del Dock)
Sharon Olds, 35/10. La materia de este mundo (Gog & Magog).
Leila Sucari, Entrevista en Infobae, 2022.
Las obras de collage que ilustran esta edición son de Nina Barnini.
Muy bello Jazzzzz!!! Compartimos ese sentimiento y esas inquietudes.
Hermoso tu texto en la mañana soleada de este viernes.
Consejo no solicitado: a veces el cuerpo duele simplemente porque lo usamos, digo que si estás leyendo, sentada, eso activa más las relaciones entre los músculos oculares, las vértebras cervicales y la estructura del hombro.
El camino de la suavidad es así largo, como caminar en un bosque