Un árbol lleno de naranjas
de color naranja
en un cielo
de color de cielo
(Abbas Kiarostami)
El de Kiarostami es un poema, y también podría ser una fotografía analógica que alguien encuentra revolviendo un cajón mientras busca pilas.
Escena: alguien toma la foto entre sus manos y la mira. De pronto, su infancia en aquel patio: los picnics debajo del naranjo, la fila de autitos formando una S. De pronto, el sabor dulce del jugo en la boca, el hollejo atrapado entre los dientes. Ya no piensa en las pilas.
Un recuerdo llama a otro. Aparecen las tardes en bicicleta por las calles de tierra, los corcoveos al cruzar las vías del tren, el fútbol en la canchita de la plaza, el raspón en la rodilla cuando quiso barrer a Orozco, las tortas fritas de la sociedad de fomento de después.
Alguien entró en otra dimensión. Una tarde cualquiera, mientras estaba buscando otra cosa. ¿Qué era? Ya se olvidó.
Eso hace la poesía con nosotros: abre un tiempo dentro del tiempo. Uno distinto. Hecho de demoras, sombra, cielos, pulpa. Un tiempo otro en este tiempo.
¿Qué nombre tiene eso? Podría ser gozo, melancolía, dolor, incluso tristeza. Podría ser perplejidad. O estado de gracia.
Vi El árbol de las cerezas, la película más famosa de Kiarostami, cuando el Multiplex de Belgrano todavía se llamaba Savoy. Fuimos con padre. No estoy segura, pero creo que fue de tarde. Hubo gente que se levantó y se fue en medio de la película. Nosotros nos quedamos.
No me acuerdo qué fue lo que más me gustó, tenía 19 ó 20 años, tampoco de lo que conversamos a la salida del cine. Hasta hace unos días, que la volví a ver, tampoco me acordaba de la trama. Pero conservo intactas estas imágenes: un hombre dando vueltas en su auto por un paisaje desértico, una cantera, el polvo, padre y yo juntos en la oscuridad del cine.
El auto andando sin rumbo volvió a imantarme. Y los sonidos: las cubiertas sobre la grava, el ladrido de los perros, los gritos lejanos de la gente con la que se cruzan, las máquinas. También esa intimidad incómoda en la cabina del auto.
Más allá del guión, hay algo en ese tránsito del protagonista, en su insistencia y en la gestualidad de los personajes que me conmueve. La austeridad, sobre todo. No hay efectos especiales, no hay música. La película nos pide paciencia.
Kiarostami dice lo que quiere decir. Lo muestra. No hace falta tanta pirueta para dar cuenta de la complejidad que somos. Hace falta, sí, un poco menos de ruido. No sé si fue eso lo que me impactó la primera vez, pero sí sé lo que me impacta ahora: es una película que te deja espacio.
Afuera hay viento y 4º de temperatura. Afuera hay frío.
La puntualidad del invierno, y también la de las tradiciones. El 21 de junio, a las 7.38 de la mañana, padre escribió en el chat de la familia: “Hoy es el día más corto del año, mañana vamos hacia la luz”.
El anuncio es su ritual de cada solsticio de invierno. Una tradición cimentada a fuerza de repetición y expectativa. “¿Qué día es mañana?” dice alguien en el chat el 20, y ya todos sabemos. El 21, cuando nos despertamos, buscamos su mensaje en el celular. Y sonreímos. Cada uno puede seguir con lo que estaba haciendo.
*
Perdí el lunes. Di vueltas, fui y vine entre varios temas sin cerrar ninguno. Me serví un té que se enfrió porque no lo tomé. Abrí el archivo de Rastrojo, intenté un párrafo, dos, y el cursor quedó titilando en medio del espacio blanco. Un botecito en la inmensidad del océano, como en esa ilustración de Perdido y encontrado, el cuento de Oliver Jeffers, en la que el niño y el pingüino navegan buscando el camino a casa.
El día se fue resbalando sin que me diera cuenta. Vi nubes pasar e irse, ramas sacudiéndose el frío, palomas picoteando el pasto. Vi poco. No sé en qué me entretuve.
Otro poema de Abbas Kiarostami:
Una oportunidad que se perdió,
igual que la de ayer.
Lo que queda:
un registro de los días.
*
Son casi las diez y media de la noche. Marido sale de la cama. “Una reunión laboral de urgencia”, dice mientras se pone el polar y baja a su oficina. Yo sigo leyendo.
Al rato me doy cuenta de que la televisión quedó encendida. En la pantalla, hay focas nadando entre burbujas. Tienen ojos grandes y abiertos, bigotes que parecen de alambre. Nadan en un mar azul que se va volviendo celeste a medida que se acerca a la superficie y a la luz. La claridad del sol dibuja rayos que se acompasan al ritmo del agua.
Me quedo mirando la escena: el movimiento de las aletas, los cuerpos que se doblan y dibujan una “U” o una “C”, el brillo del cuero. Muchas burbujas.
Pienso en los lobos marinos de la reserva que está cerca de las playas de El Cóndor, en el sur. Y también en las pastillas de Redoxon que nos daba mamá cuando empezaba el invierno, en la efervescencia naranja que nos hacía cosquillas en la garganta. Como si ese mar tan vasto, que ahora veo en la pantalla, pudiera caber en un vaso de agua.
Infancia, invierno y vitaminas. Un recuerdo se enlaza con el otro y la araña de la memoria teje su red. Botas de corderito con suelas de crepe con las que pisábamos la escarcha. Camperas infladas de duvet para cortar el viento. Los labios cuarteados. Las largas horas de la mañana gastadas en expediciones al monte o en incursiones clandestinas al galpón de las herramientas. El olor indeleble del gasoil en la ropa. El sabor prohibido del ajo en los estofados de Amalia. Madre y su olfato imposible de engañar: “¿A dónde anduvieron?”
Dice un poema de Claudia Masin:
“Antes de que los sentidos se empañen, se acostumbren a la vida,
hay una época en la que todo lo que nos roza nos produce
un deslumbramiento, un ligero, aunque profundísimo,
temblor de regocijo y miedo: el relieve sutil, casi invisible,
de la nervadura de una hoja, las hondonadas
y canales del cuerpo de una piedra,
la vibración que deja el tacto de un ser vivo sobre la piel,
el calor irradiando en ondas que se apagan lentamente”.
¿Qué es lo que funda la mirada? ¿Qué la boca?
Hace unos días, durante la meditación final de la clase de yoga, me quedé adormilada y soñé con agua. Estaba en el campo y había un potrero inundado; el agua llegaba hasta la mitad de los alambrados. El sol caía sobre ese mar rural creando chispas de luz que se encendían y se apagaban. Al fondo, se extendía una hilera de eucaliptos añosos.
¿Qué funda en nosotros el paisaje de la infancia: un lugar o un tiempo? ¿El agua es siempre sinónimo de nuestro primer refugio?
Me costó salir de la ensoñación cuando la profesora nos llamó a incorporarnos. Antes del “Om” final, miré por la ventana: una bruma cubría la araucaria y los arcos del fútbol del polideportivo. Me pareció escuchar el canto de algún tero.
Dice otro poema de Claudia Masin:
“Lo que se ve cuando se es niño
y se es el único que mira, no puede contarse”.
*
Al final de Perdido y encontrado, el niño y el pingüino llegan al Polo Sur. El niño está feliz porque el pingüino, al fin, encontró su casa, pero al pingüino se lo ve triste. Durante el viaje de regreso, el niño se da cuenta de que el pingüino no estaba perdido sino solo, y decide volver a buscarlo. Rema y rema en su botecito hasta que se encuentran y vuelven juntos.
¿No es eso la escritura? Perderse para encontrarse. Insistir en la determinación del viaje. Andar a ciegas, a veces. Buscar con las palabras una casa, construirnos un refugio que nos abrigue cuando hace frío.
Hoy Rastrojo cumple 40 entregas. No puedo decir que ya sea adulto; lo prefiero siempre niño y con asombro. Gracias por leer y por estar del otro lado. Por las devoluciones amorosas de cada viernes. Por acompañarme en este viaje.
¡Vamos por más!
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✨ RECOMENDACIONES ✨
El libro de los caballitos, Valeria Meiller (Caleta Olivia)
Un poemario tenso y luminoso en donde la llanura se entrevera con lo íntimo. Meiller escribe con precisión, hilvanando recuerdos de la infancia, del campo y también del fuego. Sus poemas reverberan, trenzan imágenes sensoriales del mundo rural y el familiar, y hablan de la dificultad de nombrar lo salvaje. Una poesía que duele y también cautiva.
La lengua de la llanura, Carlos Battilana (Caleta Olivia)
En los poemas de Battilana aparecen el paisaje, el ritmo de la naturaleza, la memoria. Su poesía trabaja con lo mínimo: una piedra, una brisa, una hoja. Desde ahí, invita a escuchar lo pequeño y a reconocernos en ese entorno.
Como bien dice Laura Forchetti en la contratapa del poemario, “la lengua de la llanura es una lengua de nombres particulares, únicos para cada flor, hierba, animal, cielo. Una lengua sin palabras generales, hecha de una en una, señalando con el dedo las cosas del mundo en su única belleza, en la manera de su existencia”.
✨ TALLERES Y CLUB DE LECTURA ✨
La Cueva. Club de lectura (virtual)
Ya estamos inscribiendo para el segundo set de lecturas para julio y agosto. Escribime y te paso más info.
Talleres de Collage & Literatura (presenciales)
¡El sábado 19 de julio volvemos a Naesqui!
Info e inscripciones
Referencias:
Abbas Kiarostami, Hoy. (Traducción: Ezequiel Zaidenwerg).
Oliver Jeffers, Perdido y encontrado (Fondo de Cultura Económica)
Claudia Masin, El alud. La desobediencia. Poesía reunida (Contexto).
Las obras de collage que ilustran esta edición son de Veronika Lambertucci.
Me gustó mucho, gracias!
Una belleza